Después de varios meses acostumbrado a la cortesía y el relax de países como Laos, Tailandia y Malasia, mi reencuentro con la rudeza china fue tan inesperado que me dejó en shock.

Volaba desde Singapur a Macao con Tiger Airways a las 7 a.m., y en el instante de anunciar el embarque por megafonía, todos los chinos, el 99% de los pasajeros que iban en ese vuelo, se levantaron al unísono y corrieron a la puerta de embarque, como si el asiento no estuviera garantizado (en realidad lo que no estaba asegurado era el número de asiento).

La bella durmiente china

La bella durmiente china

La azafata que estaba en la puerta de embarque miraba aterrorizada como «la Larga Marcha» se abalanzaba sobre ella, y mientras controlaba un lado de la puerta para que entraran de uno en uno, por detrás saltaban la cinta y se colaban, y al final se retiró antes de la aplastaran.

Al menos durante el vuelo se portaron bien, porque los chinos tienen la habilidad de dormir en cualquier momento y en cualquier lugar con sólo apoyar la cabeza en sus brazos.

Mi destino era Beijing, pero los vuelos internacionales desde Tailandia, Malasia o Singapur rondaban los 500 dólares, y, como había comprobado en enero, la opción de ir a Hong Kong o Macao y luego pasar por tierra a China es la más económica, aunque no la más rápida por supuesto, pero me dejó en Beijing por menos de 100 dólares.

Después de casi 3 horas de vuelo, tomé un bus local en el aeropuerto de Macao que tras dar la vuelta completa a la ciudad como si fuera un bus turístico, me dejó en Portas do Cerco, el antiguo nombre portugués de la frontera con China.

De allí un autobús me llevó en 3 horas a Guanghzou, la ciudad que me atrapó en enero, en el mal sentido, pensando que con mi experiencia previa esta vez no me atraparían, pero de nuevo estaba equivocado.

Llegué a la estación de tren de Guanghzou a las 15h30, y el último tren del día para Beijing salía a las 17h. No me quedaban dólares, e intenté pagar con tarjeta o cambiar cheques de viaje, pero con la gorra tipo almirante italiano que se eleva 30 centímetros, la funcionaria movía sus manos diciendo «bu bu» (no es que me abucheara, es la palabra china para no).

Fui a una agencia de viajes cercana para ver si allí podía cambiar los cheques o pagar con tarjeta, pero de nuevo oi el «bu bu», y pregunté si en 1 hora me daba tiempo a ir a un banco, cambiar y volver a tiempo para tomar el tren.

Me miraron como si hubiera dicho que iba a la luna y volvía en un rato, y lo peor es que tenían razón. Los bancos en China tienen nombres como «Banco comercial de China», «Banco de agricultura de China», «Banco industrial de China», pero el único que cambia divisas internacionales es el Banco de China, a secas. Con muchos cajeros pasa lo mismo, no aceptan tarjetas internacionales.

Con el tiempo corriendo en mi contra encontré una oficina del banco de China, pero la cola llegaba a la calle y había 2 señoras cambiando un montón de billetes de 500 euros nuevos (que yo sólo he visto una vez en mi vida), contando y recontando los miles de yuanes que tenían en sus manos.

Cuando llegó mi turno, el reloj marcaba las 17h, y (supongo), mi tren salía humeante de la estación de Guanghzou; la china que me atendió me echó bronca por no llevar una fotocopia del pasaporte, cuando tenía una fotocopiadora detrás, y cuando me preguntó donde me alojaba, le dije que no sabía, que mi idea era ir a Beijing esa noche, pero que (eso sólo lo pensé) por la estúpida burocracia china había perdido mi tren.

Llamó al jefe, un señor que se acercaba de vez en cuando a las empleadas con un sello colgado del cuello que estampaba tinta roja en los impresos y firmaba con un aire de superioridad manifiesta, me dijo que las autoridades chinas exigían un domicilio de contacto, y me miró como si fuera un vagabundo a pesar de que estaba cambiando 500 dólares.

Cargado de paciencia Zen, recordé que había guardado una tarjeta del hotel donde había estado en enero, y después de unos tensos minutos de búsqueda en los que la cola amenazaba con aplastarme a mí como a la azafata de Tiger Airways, la encontré y se la di.

Regresé a la agencia, ya tranquilamente, para comprar mi billete para el día siguiente, pero no funcionaba el ordenador, así que volví a la estación de tren, de donde habían desaparecido las colas kilómetricas y las barricadas que en enero me impidieron entrar por el año nuevo chino, como conté en el diario Las Tribulaciones de un Vagamundos en China , y en 10 minutos tenía mi flamante billete a Beijing.

Nunca me había sentido tan contento con la perspectiva de un viaje en tren de 22 horas en cama dura o «hard sleep», pero lo cierto es que fue agradable, en parte por la lectura de un libro sobre la fundación de Hong Kong que acababa de comenzar y en parte por la interesante charla que tuve con Mr. Lee.

Mr. Lee (la mayoría de chinos no te dicen su nombre de pila, sino su apellido, de hecho cuando escriben su nombre, ponen primero el apellido) es un ejemplo de las nuevas generaciones empresariales chinas.

Tenía unos 35 años, era vicepresidente de ventas en una empresa de software, hablaba bien el inglés, estaba casado, con una hija; su esposa trabajaba para Oracle y viajaba a menudo a Japón y USA. Vivían a las afueras de Beijing, y su ilusión era mudarse algún día al campo.

Hablamos primero de economía (el tema político en China no es conveniente sacarlo de primeras), y me decía que para él el problema más grave que tiene China era el Medio Ambiente, que las autoridades lo sacrifican en aras del desarrollo económico.

Le pregunté si vivía en Beijing cuando la masacre de Tiannamen, y me dijo que, aunque las autoridades lo niegan, todo el mundo sabe que hubo cientos de muertos, y que no estuvo bien que interviniera el ejército, que debió ser el gobierno con negociaciones, o la policía la que solucionara el problema si aquellas no llegaban a buen término.

Fue mi oportunidad para preguntarle si creía que un país como China podía mantener un sistema económico 100% capitalista, con empleados que trabajan 70 horas por semana, sumisos y sin seguro de desempleo ni seguridad social, una nueva clase empresarial que conduce Mercedes, Audis, compra en Louis Vuitton y Armani, tiene casas de lujo y viaja por todo el mundo, con un sistema político comunista.

Su respuesta fue que China no iba a cometer el mismo error que Rusia, que pasó de un comunismo férreo a una economía de mercado y un sistema político (teóricamente) democrático, con los resultados que todos sabemos.

Yo le dije que esa respuesta era la lógica en alguien que forma parte del quizá 1% de la población china (que no dejan de ser 13 millones) que han visto mejorar sus condiciones de vida de manera exponencial, pero que si yo fuera el obrero que está en un andamio de bambú a 100 metros de altura sin ninguna protección trabajando de sol a sol, el ladrillo que tendría en la mano se me caería «casualmente» sobre el Mercedes que pasaba por la calle.

Su respuesta fue que en mayor o menor medida todos los chinos han mejorado su nivel de vida en los últimos años, aunque reconoció que la situación en el campo era peor en muchos sitios, por la emigración, voluntaria o forzosa, de los hombres a las ciudades.

Hoy China tiene más de 100 metrópolis con más de un millón de habitantes, bastantes de ellas superan los 5 millones y megalópolis como Shanghai o Beijing, entre 15 y 20 millones, que dan la sensación de haber crecido desmesuradamente, sin haber adaptado sus infraestructuras y servicios básicos como el alcantarillado y la calefacción, que sigue siendo por carbón en la mayor parte del país.

Las minas de carbón son un ejemplo de lo poco que le importa la clase obrera al gobierno, ya que continuamente se oye en la tele o se lee en la prensa sobre algún accidente en las minas, con cifras del tipo de 200 muertos, pero China necesita energía, mucha energía (ya es el segundo consumidor de petróleo del mundo), y no va a dejar de producir carbón porque de vez en cuando mueran 200 obreros.

Acometo las últimas semanas de mi viaje por Asia en este país que no puede dejar indiferente a nadie, un país del que escribí en febrero que era «un país de locos«, pero al que estaba deseando volver para poder seguir palpando de primera mano su extraordinaria cultura e historia, antes de que la comida rápida, la televisión, el cine, las palomitas de maíz, y todo lo malo que viene de Occidente (lo cual no quiere decir que todo lo que viene de Occidente sea malo), lo uniformize de nuevo, esta vez no con el cuello Mao, sino con el Big Mac, las zapatillas Nike, el videojuego Counter Strike, la última peli de Bruce Willis, y el MP3 con Britney Spears.

Mi regreso a China también fue el reencuentro con la música de Kenny G, Richard Clayderman y otras cursiladas por el estilo (creo recordar que hasta Julio Iglesias gabró un disco en Chino).

Lo de Richard Clayderman es increíble. Es un ídolo en China, y todos los años viene de gira a dar unos 20 conciertos que se abarrotan de gente. Incluso ha grabado discos con su piano e instrumentos clásicos chinos.

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¡¡ Hasta Pronto !!

Carlos

Desde Beijing, 7 de Junio de 2005