Jaisalmer y Lawrence del Desierto
Seguramente os preguntareis qué tiene que ver un lugar en la India con el famoso británico que intento unificar a las tribus nómadas de Arabia para que fundaran un estado árabe.
La razón es muy sencilla, el motivo de ser y existir de Jaisalmer es que estaba en la ruta de las caravanas que cruzaban toda Asia para transportar y comerciar con las especias y otros productos de la India, mucho antes de que la navegación se impusiera como el medio de transporte más rápido y del golpe de gracia que supuso la apertura del canal de Suez en 1869, que redujo el tiempo de navegación entre India y Europa a 2 meses.
Esto provocó el lento declive de la ciudad, que había recibido el sobrenombre de «ciudad dorada» por el color de sus edificios, construidos con arenisca del desierto de Thar.
La escasez de agua pudo ser la puntilla para Jaisalmer, que estuvo a punto de convertirse en una ciudad más tragada por las arenas del desierto, pero las guerras indo-pakistanís de 1965 y 1971 desvelaron la importancia estratégica de Jaisalmer, que ve surcar a menudo sus eternos cielos azules por aviones militares, y tiene varias divisiones del ejército asentadas permanentemente.
El renacimiento de Jaisalmer ha venido también de mano del turismo, ya que su ubicación al borde del desierto del Thar, frontera actual entre Pakistán e India, ha popularizado otro tipo de caravanas, las de turistas haciendo safaris en camello, intentando mantener el equilibrio sobre este animal tan extraño, de diseño tan estrambótico como eficaz para afrontar la vida en el desierto.
Hoy Jaisalmer tiene sólo 25.000 habitantes, pero su rico pasado e historia se plasma en cada una de sus piedras, desde el imponente, aunque muy deteriorado, fuerte, construido a 80 m de altura en la colina Trikuta, hasta las extraordinarias havelis que jalonan las callejuelas de la ciudad, pasando por los templos jainistas dedicados a Rikhabdevji y Sambhavanthji, y las puertas de la ciudad.
Su pasado comerciante también se puede ver en la agresividad con que compiten las agencias y hoteles para vender sus safaris, con estrategias que van desde casi regalar la habitación de hotel si contratas el safari con ellos, hasta abordarte en los buses que llegan a Jaisalmer, preguntarte cordialmente tu nombre, y cuando llegas a la ciudad, ves tu nombre escrito en un cartel dándote la bienvenida a la ciudad.
Es un juego en el que no te queda otro remedio que participar, y de hecho es divertido siempre que no seas novato.
Yo estaba esperando que saliera el autobús de Jodhpur a Jaisalmer, cuando un supuesto pasajero se sentó a mi lado, nos presentamos, y casualmente me dijo que tenía un primo (más o menos cada indio tiene un millón de primos, lo que se llama familia extendida) en Jaisalmer dueño de un hotel, y me dio un folleto. Un minuto antes de salir el bus, se bajó de él.
En el bus iba una pareja de madre e hijo de Barcelona, con los que me puse a charlar. A unos 50 km. de Jaisalmer subieron varias personas al bus, ofreciendo sus hoteles; yo les dije que ya tenía una reserva de hotel, y me dejaron en paz, pero a los de Barcelona no dejaron de atosigarlos.
Cuando llegamos a Jaisalmer, a la puerta del bus se agolpaba una muchedumbre con folletos de hoteles en la mano bloqueando la salida, pero mi valioso nombre estaba escrito en un cartel y vociferado por su portador, así que, al igual que las aguas del mar Rojo, la marabunta me abrió paso.
Los catalanes no lo tuvieron tan fácil, ya que no los dejaban salir, hasta que yo le dije al «receptivo» (así es como le llaman en turismo a los que te van a recibir) que venían conmigo, y fue a rescatarlos con la palabra mágica «reserva», orgulloso de que los tres extranjeros que venían en el bus fueran a su hotel.
Les dije que, según el folleto que yo tenía, nos llevaban gratis hasta el hotel pero que no teníamos ninguna obligación de quedarnos y así escapábamos de los carroñeros. Así lo hicimos, y en cinco minutos estábamos en el hotel.
Las habitaciones eran sospechosamente baratas, 2 euros con baño privado, toalla (un lujo en la India) y balcón, y nos quedamos, aunque yo imaginaba el por qué. Esa misma noche echaron del hotel a un coreano que había contratado el safari con otra agencia, y hubo un escándalo tremendo.
El folleto del hotel decía claramente: «en otros hoteles te llegan a expulsar si no contratas el safari con ellos. Nosotros no somos así, busca, compara y contrata con quien quieras», palabras que a pesar de estar escritas habían volado con el viento del desierto. La competencia a degüello acaba convirtiendo a las manzanas más sanas en podridas.
El festival del desierto, que se hace todos los años coincidiendo con la segunda luna llena, comenzaba en 4 días, y los precios del alojamiento se triplicaban, así que yo negocié con ellos que iría al safari si mantenían el precio de la habitación durante los días del festival.
Los safaris oscilan entre 400 (8€) y 1.000 (20€) rupias por día, hasta 4 días, y la diferencia principal entre ellos es si te llevan a una zona turística u otra no turística, lo que en el segundo caso supone que primero tienes que ir en todo terreno a un lugar alejado de Jaisalmer.
Yo elegí esta opción y en tres días no vi más extranjeros que los de mi grupo.
Eramos una variopinta mezcla, una suiza, un canadiense de Quebec, dos polacas y un polaco que se acababan de conocer (ya es raro, porque los polacos mochileros son rara avis), y un gallego y dos catalanes, además de los cuatro camelleros, guías, cocineros y cantantes del desierto, que de todo hacían.
Vamos, el comienzo perfecto para un chiste tipo «iban tres polacos, un gallego, un suizo……, por el desierto del Thar en camello y…».
Apretujados los ocho en el todoterreno, más el conductor y los alimentos para los tres días de safari, que acabábamos de comprar en el mercado, tomamos la carretera perfectamente asfaltada que lleva a Pakistán hacia el oeste, visitamos un palacio real abandonado, unos templos jainistas, y llegamos al punto de encuentro con los camelleros y camellos.
La primera tarea fue aprender a colocarse el turbante, elemento de seguridad obligatorio cuando conduces un camello, ya que te sirve de chichonera por si te caes de cabeza, algo que le sucedió a Andrew, el polaco, y la altura puede superar los dos metros.
Superada la prueba del turbante, lo más difícil era habituarse al bamboleo que hacen los camellos al caminar, tratar de mantener el equilibrio con las rodillas bien apretadas, y superar el dolor de la mano con la que agarras el pomo de la silla.
El resultado es casi siempre el mismo; cuando haces la primera parada de descanso, unas dos horas después, con las piernas doloridas tipo cowboy, la mano agarrotada, el turbante descolocado, y el rostro desencajado como si hubieras navegado por el Cabo de Hornos, piensas: «¿y me voy a pasar tres días subido en este animal?».
Por suerte, así como el camello se ha adaptado al desierto, el ser humano también se puede adaptar al camello.
Después de una frugal comida, volvimos a nuestras monturas, y tres horas más tarde llegábamos a una hermosa zona de dunas, donde montamos el campamento sin ver ni un ser humano en kilómetros a la redonda, pero la sensación de ser un émulo de Lawrence se disipó cuando apareció el vendedor de bebidas ¡frías!.
La puesta de sol sobre las dunas fue gloriosa, aunque la banda sonora que esperaba, escuchar el silencio, se vio interrumpida por la suiza, que venía de pasar dos semanas en un ashram y parecía que el voto de silencio había supuesto una pesadilla para ella.
Encendimos un fuego de campamento, además del de cocinar, porque en cuanto se puso el sol la temperatura bajó dramaticamente, y cenamos arremolinados en torno a él.
Los camelleros empezaron a entonar canciones del desierto, la mayoría tristes porque hablan de la ausencia de la familia, y una concretamente se refería a la partición de India y Pakistán.
Muchas familias quedaron divididas en 1947 y todavía hoy las heridas están abiertas. A pesar de los intentos de normalización, para poder ir a visitar a sus familias en Pakistán, a pocos kilómetros de distancia, la gente tiene que ir a Delhi y viajar en el llamado «tren de la amistad» que enlaza los dos países, que ha sido objeto de varios atentados terroristas.
Descarté la idea de dormir al raso porque no había llevado saco de dormir y las mantas que nos dieron eran bastante finas, y a pesar de dormir en la tienda, pasé una de las noches más frías de mi vida.
Me levanté antes del amanecer en cuanto oi a los camelleros empezar a moverse, para poder calentarme en el fuego de cocina, y «descongelar» mis manos para poder hacer fotos del amanecer.
El segundo día por el desierto nos llevó por una zona muy árida, donde prácticamente no había vegetación, y a pesar de ser invierno, el sol pegaba muy duro.
Pasamos seis horas subidos a los camellos, con varias paradas para repostar, tanto nosotros como los camellos, y, después de visitar una ciudad y fuerte completamente abandonados, de los que los camelleros no conocían la historia, nos encontramos con un enorme lago que iba a ser el lugar de nuestro segundo campamento.
Esta vez me alejé y subí a una colina para poder disfrutar de la puesta de sol escuchando el silencio, y la visión del campamento con la silueta de los camellos recortándose contra el atardecer, y el lago reflejando esa naturaleza tan estéril y rica al mismo tiempo, me produjo una sensación de paz increíble.
La segunda noche no pasé frío porque conseguí una manta más gruesa y dormí con toda la ropa que había llevado.
Desayunamos y subimos a nuestros camellos con la familiaridad de viejos conocidos, y hasta me permití el lujo de dar unas galopadas con él y practicar nuevas posturas en la silla para dar descanso a los muslos y rodillas.
Después de comer bajo un intenso calor a la sombra de unos árboles, el todoterreno vino a buscarnos y nos despedimos de nuestros camelleros con un apretón de manos y una generosa propina, ya que, cierto o no, nos habían contado que no eran los propietarios de los camellos, sino que trabajaban por 1.000 rupias/mes (20€), y todos tenían familia y varios hijos. No me extrañaría, porque todavía hoy en la India las castas más bajas trabajan a cambio de manutención.
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¡¡ Hasta Pronto !!
Carlos
Desde Indore, Madhya Pradesh, 25 de febrero de 2007
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