Había vivido con esa imagen desde niño. Estuviera donde estuviera le bastaba girarse para que su vista chocara con la línea recta del Atlántico. La tierra tenía allí un límite claro, una frontera definida; los ojos, un punto donde detenerse.

En Madrid acabó por acostumbrarse al tráfico, a su calor de invernadero, al ritmo frenético impuesto a objetos y personas, pero no consiguió superar la ausencia del agua y ésta se convirtió en una idea recurrente y obsesiva: se asomaba desde aquel ático con la inconsciente esperanza de ver más allá de la franja dentada que dibujaban los edificios, abrigando la posibilidad remota de que allá al fondo se atisbara –se hubiera conformado con el espejismo- una banda azulada.

Con el fin de mitigar en lo posible esa nostalgia fue salpicando tímidamente su domicilio de detalles sugerentes. Así, junto al gel de baño colocó una irisada caracola y en el salón, sobre el equipo de música, un discreto mural con los diferentes lazos marineros.

En la cocina, extremadamente funcional y moderna, el círculo de una pecera rompía la severidad de líneas. Un pez de ojos saltones se movía nerviosamente intentando buscar una salida. En su fondo se abría y se cerraba un diminuto cofre, semioculto por el coral de plástico.

Aquellos talismanes le consolaban, pero en cuanto podía, aprovechando un puente, un fin de semana largo, huía de la ciudad despavorido y regresaba a la costa. Disfrutaba de aquellos días con la avidez de un recluta de permiso: si la meteorología se lo permitía navegaba a cabotaje en una pequeña embarcación de su propiedad y si el tiempo no acompañaba paseaba descalzo por la playa, se demoraba en el puerto platicando con los pescadores o se asomaba a los acantilados.

De aquellas escapadas volvía recuperado, como si el mar tuviera sobre él el efecto de un balneario, la efectividad de una cura de sueño. Regresaba eufórico, con las pilas cargadas y siempre con algún tesoro entre el equipaje: hoy era el timón de un viejo clipper, herido en su costado por una ingrata vía de agua, mañana un par de cabrias de bronce robadas a una olvidada goleta… el fin de semana siguiente los obenques de un velero. Llegó a hacerse con una enorme botavara que tuvo que transportar amarrada aparatosamente sobre la baca del coche.

Así fue como poco a poco su domicilio fue adquiriendo la apariencia de un barco. Aún así todo le parecía insuficiente: sustituyó entonces el entarimado de toda la vivienda por madera de boj; le resultó carísimo, pero el día que pudo recorrer las habitaciones sólo echó de menos cierta inestabilidad en sus pasos.

Sin consultar a los vecinos cambió poco después las ventanas convencionales por otras circulares con las que intentaba remedar al menos los ojos de buey de una nave.

Las cortinas fueron confeccionadas con vela cangreja. Llegados a este punto su esposa preparó entre hipidos una pequeña maleta y se fue dando un sonoro portazo: para entonces en el baño las conchas, chirlas y estrellas marinas disputaban el espacio a los utensilios de aseo y las paredes del pasillo habían sido cubiertas con la madera de un empalletado de popa.

Transformar el dormitorio en un camarote fue acaso lo más sencillo, dado que ese tipo de mueble –cierto que de demanda más juvenil- se seguía fabricando. Bastó colocar después sobre el escritorio un viejo cuaderno de bitácora entreabierto y varias tablas de navegación.
En el salón se sirvió de la columna central para hacer una réplica del palo mayor, rematándolo con drizas y andariveles. Jubiló la mesa supletoria y colocó en su hueco un añejo barril de ron. Sólo restaba llenar la librería de volúmenes rematados en cuero. No podían faltar “Moby Dick” ni “El diablo de la botella”.

Mayor obra de ingeniería supuso la construcción del acuario al fondo de la estancia. Tuvo que contar con la ayuda de un aparejador que dirigiera el proyecto y hubo que introducir, por su tamaño, la plancha de cristal a través de la terraza. Mereció, sin embargo, la pena; una vez finalizado, uno tenía la sensación de encontrarse bajo el agua. No escatimó además en gastos a la hora de recrear su fondo y de poblarlo con todas las especies necesarias para dar la imagen de un ecosistema marino. Cierto es que pasaba muchas horas cuidándolo y alimentando a sus pobladores: allá en la esquina se mimetizaba una peligrosa morena, un calamar se autoimpulsaba ahora hacia el vidrio…

Cierta tarde consideró la obra terminada. Abrió entonces una cerveza y se asomó a la calle desde el balcón. Allí, en proa, se encontró a gusto; una ligera brisa le agitaba el cabello y por un momento creyó sentir el inconfundible sabor del salitre en los labios. Hizo un repaso mental de la jornada mientras comenzó por fin a notar en los pies un ligero cabeceo del casco: nada especial que reseñar en el diario de a bordo.

Llevaba mucho tiempo sin sentir el viento en las velas, muchos días de exasperante calma chicha. En el horizonte se comenzaba a formar la figura de un pesquero; sí, allá a lo lejos, a poco más de una milla. Un transatlántico le rebasó una hora más tarde por estribor. Se enamoró como un adolescente de la mujer que le saludó con la mano desde cubierta.

Se parecía mucho a la vecina del quinto izquierda.

Relato de Aster Navas ganador del I Concurso de Relatos del Mar patrocinado por Ediciones del Viento