El faro de la isla de Arosa.

Todos los que vivimos en Galicia, aún no siendo marineros, tenemos un profundo respeto por el océano que nos envuelve, que ha cincelado nuestra historia a golpes de mar, tanto en sentido metafórico, pues fue la válvula de escape de tantas generaciones de emigrantes, como en sentido real, ya que el Atlántico da la vida y la quita a su antojo; enfrentarse a él es inútil, y sólo cabe el recurso a la legendaria fatalidad de los gallegos.


Solitario en el mar

Ese océano ha desperdigado a los gallegos por todo el mundo, y como dice la canción, podemos asegurar sin miedo a equivocarnos que “hay un gallego en la Luna”.

Un mar que es una barrera a veces infranqueable, otras se humaniza y deja que le llamen charco, y al heroico acto de cruzarlo se le llama “saltar el charco”.

Manolo Rivas contaba, en su divertidísimo relato Galicia contada a un extraterrestre, que había oído contar a un paisano con 2 hijos emigrados que «uno anda cerca, por Buenos Aires; el otro, lejos, en un sitio muy raro, Francfort o algo así».


El faro de la isla de A Rúa

El mar saca lo mejor y lo peor de los gallegos, como demostró la marea de solidaridad y respuesta civil a la tragedia del Prestige, mientras que algunos hicieron suyo el refrán “a río revuelto ganancia de pescadores” y pescaron todo el dinero que pudieron para hacerse ricos con la desgracia de los demás.

A este mar me enfrentaba en la que iba a ser mi singladura marítima hasta Ribadeo, en un velero de 36 pies, el Pekas II, en compañía de 2 hermanos marinos que retornaban el barco a casa después de pasar el verano en las Rías Bajas.


Baliza en Ribeira

Los pronósticos del tiempo no eran buenos, pero viajar en compañía de marinos que han cruzado el charco a vela tranquiliza bastante.

Nuestra salida de Villagarcía de Arosa se retrasó varias horas por problemas con el motor, pero el regalo fue una puesta de sol espectacular detrás del faro de la isla de A Rúa, después de haber sobrepasado el de la isla de Arosa.

Mi entusiasmo por la ruta jalonada de faros que nos esperaba hasta Ribadeo, hasta 20 de primera magnitud, se vio mitigado por los extraños ruidos que empezó a hacer el motor, que nos obligó a virar con las últimas luces y poner rumbo a Ribeira para no salir a mar abierto con un motor renqueante.

Allí nos ubicamos en el acogedor Club Náutico de Ribeira, que ya conocía porque 2 años atrás había comenzado allí mi camino marítimo a Santiago. La lonja de Ribeira es una de las más activas de Galicia, y la sirena suena cada media hora, día y noche, avisando de la próxima subasta.


Amanecer en Ribeira

Las anécdotas marinas que contaban Javier y Jose María me tranquilizaban pensando que estaba en buenas manos, a pesar de que el pronóstico para el día siguiente era de viento norte y fuerte marejada.

El día amaneció glorioso en Ribeira, y después de un desayuno y una ducha en el Club salimos del puerto a enfrentarnos al norte, ya que las 8 toneladas que pesa el Pekas II le permiten afrontar mares difíciles.


El faro de la isla de Ons

Pronto llegamos a la isla de Sálvora, con su magnífico faro y su no menos magnífico pazo, pues aunque parezca difícil de creer la isla es privada a pesar de pertenecer al Parque Nacional de las Islas Atlánticas.

En la lejanía podíamos divisar también el faro de Ons, alzándose majestuoso en el centro de la isla.

Las primeras horas de navegación fueron agitadas pero agradables, yendo contra el viento a todo trapo, con el sol saliendo tímidamente y haciendo brillar un mar que estaba pasando del azul al gris.


El faro de la isla de Sálvora

Todo cambió repentinamente cuando nos acercamos a Finisterre, ya que el viento empezó a arreciar y el mar cada vez se encabritaba más.

El cabo Finisterre estaba casi al alcance de la mano, pero como en esas pesadillas en las que estiras el brazo pero no logras alcanzar asidero y caes irremediablemente en el vacío, en vez de acercarnos al cabo parecía que lo teníamos cada vez más lejos.


Barco pesquero rodeado de gaviotas

Cambiamos el rumbo y nos quisimos ayudar con el motor, pero si ya el día anterior se había quejado en las plácidas aguas de la ría de Villagarcía, aquí, después de un rato luchando con las olas y el viento, sencillamente enmudeció y nos dejó sólos frente al temporal.

Las olas superaban la cubierta, y yo, que no tenía traje de agua y estaba completamente empapado, bajé a la cabina intentando mantener el equilibrio mientras que diferentes objetos del barco volaban de un extremo a otro.


El cementerio de Finisterre

El miedo que sentía pero no expresaba hasta entonces porque los rostros de mis compañeros irradiaban confianza, afloró cuando empezaron a discutir con reproches tipo “ya te dije que ese rumbo era equivocado”, “lo que no se puede es salir a la mar si revisar antes el barco a fondo”, etcétera, mientras el barco se bamboleaba y no precisamente porque “la vida yo la quiero vivir así”.

Atardecía y las nubes eran cada vez más negras; intentar doblar el cabo era suicida, ya que sin motor y con el viento en contra, sin duda engrosaríamos las estadísticas de naufragios en O Centolo o en las rocas de Punta Boi en Camariñas, donde precisamente una semana antes había encallado un yate de 2 millones de euros que sus propietarios abandonaron rápidamente, y llegaron enseguida los piratas del mar que desmantelaron su interior.


El faro y la pousada Semáforo de Finisterre

Viramos hacia Finisterre, y aunque el puerto estaba quizás a sólo 2 millas, tuvimos que cambiar la dirección un montón de veces porque no superábamos el dique de entrada, teniendo siempre a la vista el moderno cementerio de Finisterre, al que miraba con aprensión.

Finalmente pudimos entrar y amarrarnos al muelle con varios cabos porque hasta dentro del puerto el mar de fondo era muy fuerte.


La sirena antiniebla del faro de Finisterre

No dijimos nada, pero claramente todos nos sentimos muy aliviados de haber podido entrar a puerto.

Dos enormes mercantes estaban anclados al abrigo del cabo de Finisterre, con las olas impactando en proa y subiendo a la cubierta, lo que daba una dimensión más clara del temporal que había, y del que no eramos totalmente conscientes mientras ibamos navegando.


La bota del peregrino y la roca O Centolo

Silenciosamente, me cambié de ropa e hice la bolsa, ya que en esas condiciones las fotos a los faros se tornaban imposibles y la llegada a Ribadeo improbable, lo que confirmaron Javier y Jose María, que dejarían el barco en puerto y volverían por él cuando llegara el viento sur.

Me alojé en un hostal, que se movía bajo mis pies como si siguiera dentro del barco, y para celebrar el final feliz de la aventura, nos dimos un buen homenaje en el restaurante Fragón, en forma de caldeirada de San Martiño y varias botellas de Mencía Rectoral de Amandí.


El altar de peregrinos en Finisterre

No sé si fue el vino o la tensión y el cansancio acumulados, el caso es que cuando regresé al hostal, alcancé a abrir la puerta de la habitación, y lo siguiente que recuerdo fue despertar al amanecer vestido sobre la cama, con la ropa puesta y la luz encendida y sin tener ni idea de donde estaba.

Una mirada por la ventana me reubicó en el mundo; el día era precioso, el viento soplaba aún con más fuerza que el día anterior, y el faro de finisterre me llamaba para un reencuentro, por supuesto caminando por carretera los 3 km. que lo separan del pueblo.

Estuve charlando con una peregrina austríaca, pero no se paraba con el viento, y me fui a desayunar a la pousada Semáforo situada al lado del faro, seguramente uno de los hoteles más pequeños del mundo, con sólo 5 habitaciones, pero todas muy coquetas.

Me reconcilié con el cabo que no me había permitido doblarlo navegando, y regresé a Finisterre para tomar el bus que me llevaría de vuelta a La Coruña hasta que amainara el temporal.


Panorámica del cementerio y faro de Finisterre

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¡ Hasta pronto !!

Desde La Coruña, 19 de setiembre de 2005


Panorámica del faro y cabo de Finisterre