Tren a las Nubes. Vértigo a 4.220 metros.

1992 fue el comienzo de este tren turístico que recorre una parte de la ruta que une Argentina y Chile por el norte, y que sólo se utiliza para trenes de carga, ya que los de pasajeros desaparecieron. Es un tren de vía estrecha, el más alto del mundo de alta montaña sin utilizar cremallera, ya que alcanza los 4.220 de altitud en el viaducto de la Polvorilla, desde los 1.200 metros a que se encuentra situada Salta.

La verdadera aventura sería tomar un tren de carga que sale los miércoles en dirección a la frontera con Chile, que luego enlaza con un tren chileno hasta Antofagasta, pero son 2 días en un tren sin garantía de enlazar con el chileno, y sin calefacción, lo que en esta época del año supone viajar en una nevera rodante, así que he preferido la comodidad del Tren a las nubes.

Salimos de la estación de Salta puntualmente a las 7h05 am, y la música ambiental que ponen es la melodía «sólamente una vez se entrega el alma»; yo creo que definitivamente he entregado mi alma a los viajes, llevo despierto desde las 4 am sin poder dormir como un niño en la noche de Reyes, esperando la hora de la partida. Cuando sólo llevamos 1 hora, el tren se para, y nos informan que por la humedad, ya que ha llovido mucho esta noche, hay que proceder al enarenado de la vía, para darle agarre a la locomotora; después de unos minutos continuamos camino, pero un nuevo incidente empieza a poner caras de preocupación en la gente; yo, para «tranquilizarlos», les cuento que en Semana Santa hubo un derrumbe sobre la vía, y tuvieron que pasar la noche en el tren, y ser rescatados a la mañana siguiente en helicóptero, que a ver si hay suerte; me miran como si estuviera loco, pero les digo que es la mejor manera de amortizar el caro viaje a las nubes ($105), haciéndolo doblete, en tren y en helicóptero. No quedan muy convencidos.

El coordinador nos informa que la locomotora se ha estropeado, y que tienen que enviar una desde Salta; hace un día precioso, y caminamos hasta El Alisal, estación donde se hace el primero de los 2 zig-zag que tiene la ruta; este sistema es el que se usa para subir a grandes alturas sin utilizar cremallera, y es una Z donde el tren avanza y retrocede para ganar altitud. La espera de casi 2 horas en El Alisal es agradable porque todavía estamos a 1.800 metros y el solcito de invierno calienta suavemente; hay caballos pastando y un río que ahora va casi seco. Solucionado el incidente, hacemos el primer y segundo zig-zag de los Chorrillos, que nos elevan hasta 2.111 metros.

A medida que vamos ganando altura el paisaje se hace más árido, y empiezan a verse cactus gigantes a cientos; los montes y quebradas, erosionados por el duro clima, ofrecen una gama de colores increíbles: rojos, ocres, marrones, beiges y hasta negros y blancos, ya que hay salares a lo lejos; las nevadas montañas andinas a lo lejos ofrecen un contraste espectacular con el paisaje desértico.

Llegamos a una meseta a 3.000 de altura, donde supongo que la locomotora respira un poco, y al rato empieza el primer rulo, el otro sistema para ganar altura, que consiste en dar la vuelta completa a un monte, en una curva de radio muy amplio, donde ves la vía que acabas de pasar allá abajo; hacemos 2 rulos y eso nos pone a 3.500 m., y sucede lo que ya había pronosticado (experiencia personal con el mal de altura), y es que empieza la procesión de gente al baño o a la botella de oxígeno para aliviar los síntomas del «apunamiento», como aquí le llaman; un chaval no llega a tiempo y vomita sobre la puerta, al lado de donde me siento; por suerte, están acostumbrados, y enseguida viene un empleado a limpiar.

Alcanzamos finalmente los 4.220 metros del viaducto de la Polvorilla cuando el sol empieza a esconderse detrás de las altas montañas; su construcción fue todo un reto, por la altitud y las extremas condiciones climáticas; tiene 224 m. de longitud y 63 m. de altura, es curvo, con vía peraltada y en pendiente; una maravilla de la ingeniería en hierro de 1.500.000 kg. de peso.

Bajamos a admirar su magnificencia, y los indios allí apostados nos atacan con sus mercaderías andinas: guantes, calcetines, gorros, chalecos, pullovers, etc de lana de llama, llamas en miniatura, piedras, fotos con llamas amaestradas, etc, etc. El bullicio impide «escuchar el silencio» de este lugar, y enseguida retornamos al tren, ya que hay que recuperar algo del retraso. Al regreso paramos también en San Antonio de los Cobres, un pueblo a 3.774 metros, donde los indios insisten en su ataque; en sus rostros quemados y sus labios resecos se refleja la dureza del clima y de la vida andina, lo cual no impide que muestren una sonrisa, muchas veces desdentada.

Hay gente que les da caramelos a los niños, y me pregunto si piensan en el problema que tendrá este niño con una caries en esta zona; aunque sea duro decirlo, creo que la limosna y los caramelos son contraproducentes para su estilo de vida, que nuestro paso no va a cambiar.

De nuevo en el tren, el ocaso ofrece una renovadaa perspectiva de estos paisajes, y las montañas parecen arder reflejando las últimas luces del día. La luz va palideciendo hasta que aparece una luna casi nueva, y una bóveda de estrellas cubre todo el firmamento como un gigantesco túnel, moteando un cielo límpido que ya sólo se puede ver en lugares lejos de la civilización y la contaminación lumínica.

Cerca de Salta, cerramos las persianas metálicas de los vagones porque parece que el deporte de los niños de la zona es apedrear el tren. Llegamos a medianoche, y, como en el cuento de Cenicienta, nuestra carroza se convierte en calabaza, y nos deposita en las calles de Salta, agotados pero felices después de 19 horas de lento traquetreo, ya que la velocidad media ha sido inferior a los 30 km/h.

Como nota negativa, en mi opinión, me ha desagradado el enfoque excesivamente comercial del tren, claramente orientado a sacarte más dinero además del ya costoso billete; en todo el viaje no paran de ofrecerte bebida, comida, libros, CD`s, vídeos, artesanía, instrumentos de música, en un incesante ir y venir de camareros, vendedores y músicos, abriendo y cerrando puertas, mientras que la megafonía general del tren se superpone a la del micrófono inalámbrico de última generación modelo «chicharra» del guía de cada vagón, que a su vez se pelea con el sonido del monitor de vídeo, que proyecta una película, para hacerse oir.

Todas estas distracciones hubieran estropeado parte del encanto del viaje sino fuera porque mis compañeros de asientos contíguos, 4 argentinos, 1 italiano y 2 catalanes que viven en Buenos Aires, formaban un grupo muy interesante de vivencias: historias de exilio, expatriación, y contraste en una pareja, amante de la aventura él, y de tumbarse al sol en la playa ella. Además, en el vagón restaurante conocí a una pareja de Patagonia, que habían viajado por todo el mundo, ya instalados en la tercera edad, que seguían teniendo energías y, sobre todo, ánimos para recorrer miles de kilómetros en coche y subir al tren a las nubes.

Firmaría ahora mismo por mantener ese espíritu a su edad. La suerte de haber conocido en tan corto espacio de tiempo personas tan interesantes compensaron con creces la masificación del tren y el contínuo bullicio. Toda la información sobre el Tren a las nubes en web.

El domingo lo he pasado en Salta remoloneando, ya que los últimos días han sido muy movidos, con trayectos de bus de más de 24 horas, y mi espalda sería la delicia de una masajista experimentada.

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¡¡ Hasta Pronto !!

Desde Salta, 27/05/2001

Argentina