Un segundo. Luego otro. Se suceden sin agolparse. Todos segundos menos aquel que fue primero. El que siguió a la creación. O al Big Bang. Tras un apacible viaje, Marco Polo tuvo al fin ante sus ojos una soleada Estambul. Mayo se deslizaba por el estrecho del Bósforo a través del mar del Mármara. Quedó maravillado por las numerosas mezquitas, la gente atiborrando rápida las calles y una luz amarilla que llegaba a cada rincón de la ciudad. Así lo observó cuando se quitó las gafas de sol. Tenía casi una semana de vacaciones, una bolsa de viaje con lo imprescindible y un diccionario básico de turco. “Es importante mostrar interés por la cultura y la lengua del pueblo que se visita,” pensaba Marco Polo. Comprobó que la cámara estaba cargada y lista para disparar. Lejos quedaba ahora el ordenador en el pequeño despacho donde trabajaba. Marco Polo era un superviviente. Su empresa, DIRT, una importante multinacional energética, había cerrado todas las plantas productoras en su país y había dejado una oficina de gestión. Su jefe, Marco y unos pocos trabajadores más fueron los únicos que se habían salvado de los despidos masivos. Había conservado su puesto de trabajo a pesar del escándalo que salpicó a toda la compañía cuando se descubrió el asunto de los vertidos tóxicos. Pero todo había cambiado. DIRT era ahora una de las compañías más limpias y más concienciadas con el medio ambiente de su país. De hecho, en la oficina de Marco, lo reciclaban todo. Hasta en los baños había un dispositivo que lo convertía todo en un componente cuyo nombre Marco no recordaba en esos momentos. Fue la visión de esa horrible hamburguesería la que le distrajo de sus pensamientos. Sonrió después. Marco Polo utilizaba los restaurantes de comida rápida en el extranjero para usar el baño. Presumía de haber meado en la mayoría de los Planet California del mundo. ¿Acaso no sabía la gente por qué se llamaban cadenas de restaurantes? A la hora de comer, sin embargo, Marco prefería ir a un lugar típico a comer un pescadito fresco y barato. En el avión había aprendido todas esas palabras básicas que necesitaría para mezclarse entre la población y conseguir un buen precio. Tessekur ederim significaba gracias y fue lo primero que aprendió. Tessekur ederim, decía para todo mientras sonreía a los locales. Ya en el hotel, el recepcionista le había recomendado en inglés un barrio justo al lado del estrecho, en el que podría cenar en una terraza mientras veía el atardecer sobre la parte asiática de Estambul. Y Marco no se desanimó cuando, al llegar, vio que todos los recepcionistas habían aconsejado el mismo lugar a todos los turistas de la ciudad. Tampoco perdió su optimismo cuando vio que los precios por el plato de pescado más barato eran más caros que en su propio país. Era todo cuestión de alejarse de esa parte turística. Meterse tal vez por ese callejón. La serpiente que diseñó la calle lo llevó a una zona sombría con un bar restaurante en el que un viejo leía el periódico. Un cartel en turco anunciaba el menú y el adhesivo de VISA se anunciaba en la puerta. Marco tenía su tarjeta de crédito para casos de emergencia pero jamás se le ocurriría pagar con ella en un lugar como ese. Los pobres, encima de tener los precios más bajos y no formar parte de una multinacional, perderían la comisión que se llevaban los bancos. No. Marco estaba dispuesto a pagar el precio de la comida y dejar una buena propina en un negocio familiar y lugareño. El viejo le sonrió con todos sus dientes. Vestía sencillo y había perdido casi todo su cabello. Marco le preguntó en inglés. El anciano sacudió la cabeza. Le hizo una señal para que viera lo que tenía en una pequeña cámara frigorífica. Mientras señalaba cada uno de los pescados decía algo en inglés. Marco pensó al principio que era el nombre de los peces pero luego se dio cuenta de que el viejo repetía siempre lo mismo. This, I fish this morning. Lo había pescado por la mañana. Justo lo que él iba buscando. Un lugar sencillo, lejos de los turistas, buena calidad y buen precio. El lugar era pequeño y estaba vacío. A Marco no le importó. Hacía gestos con las manos y repetía tessekur ederim una y otra vez. Al anciano se le habían encendido los ojos desde que Marco había decidido comer en su negocio. Le llevó el segundo plato siguiendo los pasos de un baile tradicional turco y a los pocos minutos parecían viejos amigos. Almas gemelas separadas por el destino y, al fin, unidas tras años de navegación sin rumbo. En los postres, el viejo dejó la cocina y se sentó junto a Marco. Procedieron a enseñarse las fotos de la familia. Marco era feliz. Eso era viajar. Conocer a los lugareños. Comunicarse. Acortar diferencias. Un cafecito turco con un pastel para culminar aquella cena. Tessekur ederim. Tessekur ederim. Era hora de volver al hotel. Marco friccionó los dedos de su mano derecha indicando que quería saber la cuenta. El viejo fue a hacer cuentas sobre la repisa, al lado de la caja. Finalmente volvió a la mesa y le dio el papel de la suma a Marco. Había más de diez números y el precio final era exorbitante. Caro. Muy caro. Marco dejó de sonreír y el viejo frunció el ceño. Marco señaló cada uno de los números al viejo y éste fue leyendo lo que había escrito al lado de cada cifra. Marco sólo recordaba dos platos, una cerveza, un postre y un café. En todo caso, añadió el pastel, que, en su momento, aceptó como invitación de la casa. El viejo repetía “servis”, “servis”. ¿Cinco servis?, preguntó Marco. Pero no entendía lo que decía el viejo. Maquinó su venganza. Desenfundó su cartera y sacó la tarjeta de crédito. Al viejo no le gustó. La deslizó por la máquina mientras marcaba el número de llamada. Aquella noche Marco se retorcería en la cama con un gran dolor de estómago. El viejo se levantaría pronto a la mañana siguiente para ir a pescar. Él sabía dónde ir para no pagar las licencias municipales. Subía un poco por la desembocadura del río hasta la zona industrial donde DIRT se había instalado cuando se vio envuelta en aquel escándalo en el país de Marco Polo. Hasta allí no se acercaba la policía costera y los peces caían en sus redes como si estuvieran dormidos.
Relato Ganador del I Concurso de Relatos Cortos de Viaje 2006 Patrocinado por Ediciones del Viento. Autor: Fernando Martín Pescador
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