Islas de Panamá. Archipiélago San Blas. Indios Kunas

Os escribo este diario desde Boquete, porque en San Blas no hay ni electricidad, así que lo de Internet es una quimera todavía. Tampoco encontré ningún café Internet en David, la tercera ciudad de Panamá, que no me ha parecido interesante, aún hace más calor que en Panamá. Ahora estoy sentado tranquilamente en el café Kotowa, en Boquete, un pueblo de montaña fresco y seco, y os contaré mis experiencias de San Blas, que han sido fabulosas.

El archipiélago de San Blas está en el Caribe, cerca de Colombia, a 40 minutos de Panamá en un avión de hélice de 20 plazas, con un horario inhumano, 6 a.m., ya que tiene que visitar un montón de islas, es como el autobús. No había amanecido cuando despegamos, pero llegamos justo a tiempo para ver un precioso amanecer en la isla del Porvenir, centro administrativo de San Blas (uno de mis chistes malos diría que el nombre de la isla es porque el avión está siempre «por venir»). La pista tiene unos 300 m de longitud y pone a prueba la pericia de nuestro piloto.

A la llegada están los barqueros esperando para llevarte a alguna de las pocas islas que tienen cabañas con alojamiento. La mía se llama Nalunega, y el sitio cabañas San Blas, el barquero resulta ser el dueño, un indio Kuna de 80 años en plena forma llamado Julio Burgos. Los Kunas, una de las 7 etnias indígenas de Panamá, son indios muy bajitos, con cuerpos muy recios, los ojos muy rasgados, un pelo negro lacio, y rostro muy ancho en forma de V; los hombres visten el ya uniforme universal de los pobres: bermudas, gorra y camiseta con alguna inscripción de universidad americana o club de fútbol.

Por suerte las mujeres mantienen la tradición, y visten las molas, vestimentas compuestas de falda y blusas con manga globo, la cabeza cubierta y el pelo pintado de colores, y complementos muy llamativos, una argolla de oro en la nariz (cuando alcanzan la pubertad), y los antebrazos y las pantorrillas totalmente cubiertos de cuentas de colores, me recuerdan a las mujeres jirafa de Thailandia (menos en el cuello).

Algunas islas están muy cerca de otras, muchas están deshabitadas, y otras tienen sólo una cabaña que es del guardián de los cocos, base de la economía de las islas junto con la pesca, y desde hace poco el turismo. Hay bastantes islas «de foto», pequeñas, circulares, con playa de arena blanca que la rodea, un palmeral en el centro, y agua color turquesa protegida por la barrera de coral.

Cuando llegamos a la isla desayunamos, las instalaciones son muy básicas, sin electricidad ni agua corriente, pero estamos rodeados de familias kunas, que es lo que a mí me interesa. Hablan su propio idioma y son muy reservados, por lo que es difícil penetrar en su cultura; son prácticamente autónomos de Panamá, y funcionan con un sistema comunal. El dueño de la cabañas nos cuenta todo orgulloso que está ampliando el hotel con un edificio de 2 pisos de concreto (cemento), y que habrá bar y sala de billar; supongo que es progreso, pero me alegro de haber estado aquí antes de que lo inaugure. Somos sólo 4 huéspedes, 3 suizos y yo.

Nos vamos a recorrer las islas, y recalamos en una, llamada del pelícano, que es el perfecto ejemplo de lo que os decía antes «de foto»; son 300 pasos para darle la vuelta completa, la arena es tan blanca que su reflejo hiere la vista; estar a la sombra de una palmera viendo romper el oleaje en los arrecifes de coral mientras los pelícanos hacen sus incursiones kamikazes en el agua para pescar es una sensación maravillosa. En esta época el Caribe está bastante movido, y al regresar en la barca nos pegamos una buena mojadura surfeando las olas.

Ya de vuelta en Nalunega, comemos pescado (la carne la toman poco, lógico, no hay sitio para granjas y el Caribe es una fuente de pescado y marisco fabulosa). Después de comer, como hace mucho calor, me echo una siesta a la sombra en una hamaca y empiezo a escribir este diario. Después de la siesta, me pongo a charlar con una suiza, Florina, que está en la hamaca de al lado; ha estado viviendo 3 años en Chile y regresa a su país con mucha pena, pero antes está recorriendo Ecuador, Panamá y Cuba.

En el recorrido del segundo día por las islas, observo que algunas ya tienen televisión y electricidad, y al regresar el Sr. Burgos nos comenta que están cambiando mucho las cosas, que los colombianos están apareciendo por allí para ofrecerles negocios turbios, y que mucha gente joven se está metiendo por el dinero fácil, lo que está generando problemas en la comunidad, ya que toman (beben) mucho. ¡Otro paraíso perdido!.

Visitamos la isla del perro, más grande que la del pelícano, tiene unos 500 pasos para darle la vuelta, y como atracción turística están los restos de un barco de unos 30 metros de largo embarrancado en el arrecife hace 50 años, cubierto de coral de fuego (sólo mirarlo produce urticaria), y con cientos de peces tropicales como habitantes.

Cuando regresamos en la barca, aparte de nuevas mojaduras, tenemos la agradable compañía de 2 delfines, que juegan con nuestra barca, se asoman, y nos miran como diciendo: «qué lentos y ruidosos que sois», y hay que darles la razón.

Hoy la isla está saturada, 3 huéspedes más, ¡una multitud!. Son 2 australianos y una japonesa, cenamos todos juntos, y le digo a la japonesa que es la primera vez que veo a una japonesa viajar sola, además no habla español, y su inglés es malo, pero nos hacemos entender, es sopladora de vidrio de profesión (supongo que por el gesto no quería decir otra cosa, además señaló un jarrón de cristal por si acaso); los australianos son una pareja también muy interesantes, él era uno de los responsables de organización de los juegos de Sydney y ahora está de período sabático.

La última noche la paso charlando con ellos, aunque rondan los 50 y llevan 30 años viajando por todo el mundo de manera independiente, no se cansan, todo lo contrario, el virus del vagamundismo se te mete dentro y estás perdido, es incurable como la malaria, de vez en cuando te da un ataque y tienes que salir a buscar nuevos horizontes. También me hace reflexionar sobre algún comentario que me habéis hecho sobre lo aburrido que debe ser viajar sólo; os puedo garantizar que es lo contrario, encontrar gente con la que vas a compartir sólo unas horas o unos días y que probablemente no vuelvas a ver nunca, te da un nivel de confianza e intimidad increíble, la gente te cuenta cosas que seguramente su familia ni sabe.

La luna llena pone una luz mágica sobre el Caribe que me hace desear quedarme más tiempo aquí, pero una de las características del vagamundos es no quedarse demasiado tiempo en un sitio, no sea que te enganches.

El vuelo de regreso a Panamá es a las 6h30, nos despiertan a las 5 am, y en el trayecto en barca a la isla-aeródromo nos cae una tormenta tropical que todavía nos moja más que las visitas de los últimos días. Vemos el amanecer bajo la tormenta tropical, y al aterrizar el avión compruebo que los pilotos deben estar muy acostumbrados, porque lo que para mí eran unas condiciones infernales, para el piloto es rutina.

Con el deseo en el corazón de que los Kunas puedan mantener su cultura, idiomas y costumbres a pesar de la entrada en el tercer milenio, me despido de nuestros anfitriones. Me siento en la primera fila del avión, no hay puerta en la cabina, y veo que el piloto, que es muy joven, deja que después del despegue sea el copiloto (todavía más joven) el que lleve el avión y aterrice en Panamá.

Al llegar nos piden el pasaporte, y nos revisan todo el equipaje, supongo que es por el asunto de los colombianos que os he comentado antes.

¡¡¡ Hasta pronto !!!

Desde Boquete, 08/02/2001

Panamá