Elogio del Silencio

 Fiordos

Fiordos

Los que me seguís habitualmente recordareis que en uno de los diarios del último viaje a Nueva Zelanda, el de Doubtful Sound, que en inglés irónicamente significa sonido, había escuchado el silencio, algo cada vez más difícil en este mundo que nos rodea, y particularmente en España, que según las estadísticas es el segundo país más ruidoso del globo.

Pocas veces en la vida he tenido esa sensación de silencio absoluto, ese momento suspendido en el tiempo en el que parece detenerse todo, en el que tu propia respiración se acompasa al sosiego, y los latidos de tu corazón se ponen al ralentí para no romper la magia del instante. Recuerdo esa misma sensación en la cumbre de las dunas de arena más altas del mundo, en el desierto de Namib (Namibia), y en las Torres del Paine, en la Patagonia chilena.

Desgraciadamente, esos momentos suelen durar poco, y muchas veces la magia desaparece de repente con una bofetada de ruido, como cuando en Patagonia de repente empezamos a escuchar música de Pink Floyd, por otra parte uno de mis grupos favoritos, y descubrimos con pesar que unos niñatos habían subido a la base de las Torres con un estéreo, para ponerle banda sonora a algo que tiene su propia música y ritmo.

4 meses después de regresar de Australia y Nueva Zelanda, 2 de los países en los que me parece que se respeta más el silencio (y a los no fumadores, pero esa es otra historia), en los que no oí un solo bocinazo ni siquiera en un atasco en Sydney, sigo sin acostumbrarme al ruido. Lo hemos asumido en España como algo irremediable y hasta casi distintivo, que va ineludiblemente unido a nuestro carácter latino, y eso me parece una gran estupidez.

Al igual que la gente que más habla suele ser la que tiene menos que decir, creo que la que más alto habla es la que menos vale como personas. En democracia se dice que la libertad de uno termina donde comienza la de los demás, y creo que eso mismo se debería aplicar al ruido. Tu libertad de hacer ruido termina donde comienza la libertad de no escucharlo de los demás, y en muchos países el ruido gratuito se sanciona gravemente.

No hacer ruido no significa no hablar; en las relaciones personales es necesario hablar y mucho; los hombres nos echamos a temblar ante la frase “tenemos que hablar” cuando nos la dice una mujer, y empezamos a pensar: “pero de qué, si todo va bien, no hay problemas, qué habré hecho mal, etcétera, etcétera”, cuando la mayoría de estas conversaciones son sólo para eso, para hablar, no para tomar decisiones transcendentales en la vida.

No sé si la diferencia es genética, cultural o educacional, pero la realidad es que la mayoría de los hombres actuamos de una manera menos reflexiva que las mujeres, le damos menos vueltas a las cosas, y nos comemos menos “el coco” con las consecuencias de nuestros actos, lo cual no digo que sea mejor ni peor, sencillamente es diferente, y hay que encontrar un ritmo común para ir acompasados.

Volviendo al ruido, todos los extremos son malos; un día entré en una abarrotada cafetería suiza, que me recibió con un silencio absoluto, y tuve la sensación de que algo raro había en mí, como si hubiera entrado desnudo, hasta que me di cuenta de que el silencio era la norma, no la excepción; en este mismo país, si haces una fiesta en casa y a las 10 y un minuto no ha terminado, puedes estar seguro que en 5 minutos tendrás a la policía en casa.

Es un extremo, pero el otro, el de las motos a escape libre a todas horas, el de grupos de gente gritando en la calle de madrugada, me parece inaceptable. Esa misma gente que chilla como energúmenos se escandalizarían si alguien les gritara al oído mientras están durmiendo, que es exactamente lo que ellos hacen. Hace unos días cenaba en uno de los restaurantes más bonitos de Madrid, muy bien decorado, iluminado y ambientado, lleno de «gente guapa», y sin desearlo, me enteré de la vida y miserias de al menos la gente de las 4 mesas que teníamos alrededor, ya que su tono de voz era tan alto que era imposible hacerse oír en una conversación normal.

Preocupado, pensé que podía padecer una enfermedad auditiva llamada «hipersensibilidad decibélica«, o, peor todavía, que me estaba volviendo un maniático e intransigente, así que empecé a preguntar a mis amigos y conocidos si a ellos les parecía normal, y la respuesta no deja de ser curiosa: no les parece normal, pero les parece inevitable. No estoy de acuerdo, el problema es que somos una «mayoría silenciosa», y consecuentemente no se nos oye.

Propongo como estrategia algo que yo aplico, os garantizo que funciona: cuanto más alto me hablan, más bajo respondo, y el efecto suele ser instantáneo; si no funciona, la estrategia B es alejarte físicamente de la persona, y cuando estás a un metro de distancia, suelen bajar el tono. Sugiero también a las guías de restaurantes que añada un nuevo apartado a las secciones de especialidades, y junto a las de cocina internacional, cocina exótica, cocina tradicional, etcétera, añadan una que se llame «cocina silente«. Estoy seguro de que seríamos muchos los que recomendaríamos estos restaurantes, eso sí, en voz baja.

¡¡ Hasta Pronto !!

Desde Madrid, España.