El Salto del Ángel, Morada de Dioses
Nuestra húmeda experiencia en los saltos Hacha, Sapo y Sapito nos sirvió de preparación para lo que nos esperaría al día siguiente en la remontada del río Caroni hasta el Salto del Ángel.
Por la mañana nos recogieron en el camión de Kavac para acercarnos al muelle de donde partiría nuestra canoa (curiara en lengua local) al salto.
Después de 20 minutos de traqueteo por un camino de tierra, en el muelle nos esperaban 3 pemones que, junto con Churún, serían nuestros protectores en la accidentada remontada del río que vivimos.
Las curiaras se fabrican íntegramente a partir un tronco de laurel tallado pacientemente, quemado y petroleado o embreado, por lo que son muy robustas.
El proceso de elaboración es laborioso y largo, tanto que cuando encuentran un árbol de laurel adecuado, los pemones construyen una casa en su cercanía y permanecen allí unos dos meses, hasta que la curiara esté finalizada
Son largas, de unos 10 metros, estrechas, sin techo para poder moverse por afluentes angostos con mucha vegetación, y con una fuerte quilla diseñada para soportar los inevitables impactos con las rocas.
Al poco rato de comenzar a subir el río Caroni, el primer aviso de precaución llegó, ya que nos pidieron que los 9 pasajeros nos pusiéramos de a uno en los travesaños de madera que sirven de incómoda silla y que nos agarráramos a ellos cuando la curiara se balanceara, nunca a sus bordes, ya que corríamos peligro de aplastarnos un dedo contra las rocas.
También nos pidieron que nos pusiéramos de nuevo los chalecos salvavidas, ya que al partir nos dijeron que eran obligatorios, pero que durante la larga travesía de varias horas nos los podíamos quitar, excepto en las zonas de rápidos.
Sentado en la proa de la curiara siempre iba sentado un pemón, mirando al agua en busca de algún tronco hundido y sobre todo de rocas que por la bajada del nivel del agua pudieran ser peligrosas para la navegación.
A lo lejos vimos que el agua se agitaba y que la placidez del río se convertía en espuma blanca y estrechos y revirados canales de paso donde había que elegir entre una velocidad de motor suficiente para subir el río, pero no tan alta como para no poder esquivar las rocas ni maniobrar la curiara.
Por suerte el motor Yamaha, y sobre todo la experiencia de nuestros pemones nos permitieron pasar sin incidentes los primeros rápidos.
Después de unas dos horas de navegación nos detuvimos en la Poza de la Felicidad, y su nombre sin duda es adecuado, ya que la alegría es doble, primero por poder estirar las piernas y darte un baño refrescante y segundo porque ya estaba cubierta la mitad de la ruta hasta el Salto del Ángel.
Frescos y con el espíritu renovado, era hora de alimentar el cuerpo y nos detuvimos en una playa rocosa para tomar unos sandwiches.
Un poco más adelante paramos en la isla Orquídea, destino final de las excursiones cuando, a partir de febrero, ya no se puede llegar hasta el salto del Ángel en curiara.
Nuestra parada fue exclusivamente para aprovisionar el campamento de la isla.
Los tepuyes empezaban a asomar majestuosos a ambos lados del cauce del río, y su inmensa mole despertó en mí evocaciones de leyendas sobre su origen, que se pierde en la escala del tiempo humano.
De acuerdo con la mitología pemón, el Roraima se formó después de que Makunaima talara el gran árbol del mundo, el Wadaca, ignorando las palabras de Akuri, que había advertido del peligro de este acto.
Una vez cortado el árbol mágico se produjo la gran inundación que relatan los mitos.
¿De dónde provino esa agua? De acuerdo con la leyenda, la fuente fue el mismo tronco que, después de cortado y haber generado la gran inundación prehistórica quedó como petrificado, convirtiéndose luego en lo que hoy conocemos como Roraima.
De ahí el nombre que muchas veces se le ha otorgado a esta montaña: la madre de todas las aguas.
Envuelto en mis ensoñaciones, me sobresaltó el aviso de Churún de que en los siguientes rápidos podíamos quedar encallados y tener que saltar de la canoa para aligerarla y ayudar a tirar de ella.
Con los rápidos cada vez más revueltos y el nivel de agua más bajo, impactamos varias veces contra el fondo rocoso y las piedras que a modo de mojones en estas carreteras de agua nos iban marcando el camino.
Los 3 indios se movían ágilmente por la curiara y saltaban descalzos al agua en décimas de segundo para separar la curiara de las rocas y evitar que encallara.
Una de las veces nos quedamos encallados, y entonces tuvieron que tirar de un cabo, atado a la proa, con el que consiguieron arrancar la curiara.
Los pasajeros, una exótica combinación de fineses, suecos, venezolanos y español, intentábamos mantener el tipo y no parecer nerviosos, pero las medias risas, casi muecas, denotaban la tensión.
Finalmente pasamos los rápidos y la visión del Salto del Ángel disipó todas las inquietudes de las cinco horas de navegación.
Exultantes, llegamos al campamento, desde el que se divisaba el salto del Ángel.
Era un simple tejado de uralita sobre columnas de madera, que servían para aguantar las hamacas o chinchorros en los que íbamos a dormir esa noche, y unos bancos corridos de madera en los que comer, pero a mi me pareció un hotel de lujo, porque un lujo era poder dormir tan cerca del Salto del Ángel.
Cerca de la estructura, había unos baños y una cocina, y la electricidad era por generador. Había llevado mi teléfono móvil porque al día siguiente tenía una entrevista de radio, pero por supuesto no había cobertura, y lo que más me sorprendió es que ni siquiera tenían una emisora de radio para contactar con Canaima, así que, para bien y para mal, estábamos totalmente aislados.
Dejamos los petates en el campamento, cruzamos el río en la curiara, y enseguida comenzamos a subir el sendero del Ángel, un camino entre la espesa vegetación, con miles de raíces y piedras que se entrecruzan y conspiran para que pierdas el equilibrio, y de fondo siempre teníamos la banda sonora de las aves cantando.
Paramos varias veces para que Churún nos mostrara especies de árboles, como el laurel del que se hacen las curiaras, plantas parasitarias como las bromelias y termiteros colgados de ramas a un metro del suelo.
El camino se hace duro por la humedad y el cuidado que tienes que tener para no caerte, y tras casi una hora de empinada subida, llegamos al mirador del Ángel, donde pudimos extasiarnos ante la visión del gigante de agua desplomándose desde mil metros de altura.
El caudal de agua era escaso y prácticamente se vaporizaba antes de llegar al suelo.
Churún nos comentó que en época de lluvias el sonido era atronador y estaríamos empapados con el spray del Salto, pero que la ventaja era que podíamos acercarnos al segundo mirador y bañarnos en la poza creada por el salto.
Así lo hicimos; con la emoción di un traspiés en la parte final del camino y casi paso a formar parte de los visitantes que ven dos ángeles, el propio del salto y el la Guarda.
Por suerte la caída se limitó a un golpe en el muslo que me dejó un buen moratón por semanas.
La vista del salto y del paisaje circundante desde la poza era mágica y el atardecer y las nubes añadían colores y matices místicos a la escena.
Había que regresar al campamento y nos pusimos a desandar, si cabe con más precaución, el sendero que nos llevaría de vuelta al río, donde la curiara nos esperaba para cruzarlo.
Pudimos darnos una ducha fría y reparadora, y sentarnos a comentar las intensas vivencias de ese día, que terminó con nuevos mitos y leyendas contados por Churún de una manera tan teatral que casi consiguió sugestionarnos y pensar que los dioses de los tepuyes estaban allí con nosotros.
Nos acostamos en nuestras hamacas provistas de mosquitera, y aunque no suele ser la manera más cómoda de dormir, a mi me pareció la mejor cama posible, arrullados por el río y bajo la protección del Auyan Tepuy.
Al día siguiente teníamos que madrugar mucho porque la pareja de suecos tenía su vuelo a las 10h30 am, así que a las 6 a.m. estábamos desayunando.
Desafortunadamente, había llovido de noche y las espesas nubes impedían ver el salto del Ángel para despedirnos, pero su presencia era más que sentida.
El descenso del río fue más rápido y menos accidentado que la subida del día anterior, pero mucho más húmeda, ya que teníamos el viento de frente, y el agua entraba en la barca libremente, por lo que nos pasamos la mayor parte de las casi cuatro horas de descenso totalmente empapados.
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¡¡ Hasta Pronto !!
Carlos
Desde Port of Spain, Trinidad&Tobago, 10 de febrero de 2009
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