Ya está disponible el libro con 31 de los 162 relatos a concurso en 2008. El libro de relatos tiene un precio de 15€ más gastos de envío, y está disponible exclusivamente a través de la tienda en Internet Lulu.com.
El sistema de pago por tarjeta es completamente seguro; más de un millón de creadores confiamos en Lulu.com para vender y comprar obras de autores que no tienen acceso a editoriales tradicionales.
El III Concurso de Relatos Cortos de Viaje 2008 ha sido un gran éxito, no sólo por la cantidad de relatos a concurso, 162, sino por la calidad y variedad de los mismos, provenientes de España y más de 15 países de Latinoamérica, además de hispanos residentes en variadas partes del mundo.
Agradecemos a todos su participación.
El relato ganador ha sido París está jodido, de Rodrigo Estuardo Fernández, de Guatemala, que se lleva un lote de libros de la colección Viento Simún de Ediciones del Viento.
El segundo premio ha sido para Juana Ciudad Pizarro, con el relato El río sagrado.
El tercer premio ha sido para José Fernández del Vallado, con el relato Calma
Los tres ganadores se llevan también de regalo un libro de relatos seleccionados del concurso, realizado por Printernet, que también estará a la venta para todos los lectores de vagamundos a partir de setiembre de 2008..
Agradecemos la colaboración del taller literario 4cuentos para la selección de los relatos finalistas.
PARIS ESTÁ JODIDO.
Paris está jodido. Lo supe en el mismo instante en que, bajo un sol resplandeciente, salí de la atmósfera artificial del aeropuerto. No había neblina ni borrachines arrastrando los pies siseando por la acera. En cambio, un bus del hotel esperaba frente a la puerta automática de la Terminal. Un risueño hombre vestido como soldadito de plomo con guantes blancos se acercó sonriente disparándome en el acto “Monsieur Fegnandez?”. Tomó mi mochila sin dejar de sonreír, me abrió la portezuela corrediza del bus y me hizo entrar. Dijo algo que supuse era una excusa por tener que esperar a otros pasajeros y de la nada, digo, de un termos sacó una taza de café y me la extendió.
Jodido.¿ Y la neblina sempiterna de París?¿ Esa boca lechosa que se cierra tras Rick y el prefecto de policía tras “este es el principio de una hermosa amistad?” Observé inquieto a mi alrededor y no había farolas tenues ahogadas por la niebla en una noche cerrada. Tampoco estaba el gendarme en bicicleta, envuelto en un húmedo capote dando soplidos a su silbato. En cambio el ajetreo de taxis, bocinazos, algún radio a todo volumen y sol, sol resplandeciente en un día de primavera. ¿Cómo diablos puede estar uno deprimido en una ciudad así?
Al fin de una espera de cuarenta minutos llegaron otros tres tipos, australianos gritones y bonachones que enseguida quisieron entablar conversación conmigo, pese a mi cara de pocos amigos. Me sentía decepcionado. Ellos insistieron, era una pareja y un amigo de ellos en viaje de vacaciones. El hombre solo venía a probar fortuna romántica a París. Para mis adentros pensé “pobre diablo, en una ciudad que ha olvidado su esencia se complica enormemente el amor”. Le sugerí que probara Praga, en octubre o Noviembre, cuando el otoño se va recrudeciendo para dejarle paso al invierno. Me agradeció el consejo y me preguntó de vuelta si había estado yo en Praga alguna vez. Me quedé en silencio, dudando en qué contestar hasta que decidí explicarle que no, pero que Kafka, Kundera y Otto René Castillo me habían hablado de la ciudad en sus libros y poemas. El sonrió con suspicacia.”¡Otro romántico!” dijo casi con triunfo y se volvió a hablar con la pareja que me miraba con mucha simpatía, como si estuvieran luchando en su interior para no abalanzarse sobre mí y estrujarme en un doble abrazo.
El bus se puso al fin en movimiento y cruzamos por suburbios llenos de flores y perros felices paseados en su mayoría por hombres y mujeres solos. Un rótulo anunció que entrábamos a París y el corazón me dio un vuelco. Apreté mi mochila y los libros que llevaba dentro crujieron. Un paso a desnivel, una rotonda, avenidas, cruce por callejuelas y al fin llegamos al Hotel Fleur de Lis.
Paris se va a la mierda. El vestíbulo era una reluciente vitrina con pisos blancos inmaculados y un escritorio de madera recién barnizada. Repleto de luz y gente que entraba y salía. Unos sillones de cuero invitaban a sentarse en ellos y quedarse toda la primavera viendo el discurrir de la calle. La mujer tras el mostrador era una belleza de piel aceitunada y sonrisa mediterránea. Sobre el pecho izquierdo una plaquita de metal decía que su nombre era Helena. Me pidió mi pasaporte y una tarjeta de crédito internacional y mientras tomaba mis datos y me registraba conversaba conmigo de naderías. Yo, abatido, apenas le contestaba. Por fin me entregó la llave, un folleto con fotografías del hotel (como si no bastara estar allí), un mapa de la ciudad y una tarjeta del hotel con varios números por cualquier emergencia. El australiano detrás de mí comentó que si se salía al extrarradio de la ciudad iba a necesitarla. Les agradecí a todos con una sonrisa que tenía más de mueca dolorida y me encaminé al elevador.
La puta. El elevador era una de esas eficientes y silenciosas cajas de metal marca Otis rellena de espejos y botones de colores. De la caja chirriante y enrejados deslucidos de esa película a la que Miles Davis le hizo la banda sonora, nada. Tampoco su música, ni L’asessinat de Caralá, ni nada. En su lugar una canción de Carla Bruni llenaba el ambiente. No tengo nada en contra de esa muñeca, pero su voz dulce y rasposa no tenía nada que ver con los hoteles sucios de los que Henry Miller y Hemingway tanto escribieron.
Mi habitación, a petición mía quedaba en la buhardilla. Imaginaba ilusamente que era uno de esos cuchitriles de los que escribió con tanto amor
Bryce Echenique en su Guía triste de París o Cortázar en Rayuela. Triste será la madre que parió a los franceses, ¿con este resplandeciente sol de mierda quien puede sentirse triste?
La patada en la boca del estómago me la dio la habitación. En lo que originalmente habría sido la terraza de tendido habían construido el cuarto de tal forma que imitaba los viejos rincones de bohemio, con el techo inclinándose hacia la calle de manera que para asomarse a las ventanas hay que agacharse. Era un corredor con ventanas a la calle y un tragaluz inmenso por el que se colaba alguna especie de enredadera con florecillas amarillas. Así que ni estando encerrado en mi habitación iba a poder deprimirme como Dios manda. Era una jodida caja de luz la tal buhardilla diseñada al mejor estilo internacional según rezaba el puto folleto.
Puse cuidadosamente mi mochila en el escritorio y la abrí, dejando que los libros se desparramaran y me derrumbé en la cama. Sentía que una lluvia de plomo había golpeado mi cuerpo y me costaba respirar. Estuve tratando de llorar un buen tiempo pero el día era tan hermoso para los cánones oficiales que no pude. Tomé Cigarro Francés de Rodolfo Sazo, creyendo que una concienzuda lectura de ese triste y lastimero libro podría ayudarme pero a los pocos minutos me descubrí más pendiente de una pareja de palomas que se coqueteaban sobre el tragaluz que en el triste discurrir del libro de mi amigo. Lo cerré para no traicionarlo y arrastrándome en mi cama me asomé a la ventana, a nivel de la cabecera.
Un parquecito repleto de petunias en flor. Nada de los nudosos árboles desnudos entre los que se paseaba Charlie Parker en su temporada en el infierno que es el invernal parisino. Nada de las camas de hojas podridas que solía patear Cortázar en su mejor cuento, El Perseguidor. Nada de bancas forradas de periódicos en los que Parker, en Yardbird, olvidaba sus saxofones. Una niña y su perro, un gigantesco y peludo pastor afgano jugaban al freesbie y una mujer, acostada cuan larga era en una banca leía una revista. Me quedé absorto, pensando en que endiablada pesadilla me había metido hasta que la mujer, que a la distancia se miraba bella, bajó la revista y sonriendo me saludó desde su banca. La pinga, lo que me faltaba, una francesa amistosa. ¿En donde demonios se metieron esas ceñudas mujeres, frías, indiferentes, con cara de ese perro que jugueteaba en el parque que caminaban y comían como autómatas en la doble vida de Veronique? Con el corazón en la garganta levanté la mano y pese a mi renuencia, devolví el saludo, para mi dolor, entusiasta. Ella se sentó bruscamente en la banca y me llamó con un gesto y palmoteó la banca. Me estaba invitando a sentarme a su lado. Ese era un golpe bajo orquestado por una ciudad que no quería que la odiara pese a que me había arrancado el corazón.
Salí de la habitación y decidí bajar por las escaleras, huyendo del limpio y eficiente elevador. Mientras bajaba las gradas no pude dejar de pensar en las crónicas de guerra de Liebling, que contaba que subía y bajaba las escaleras hasta el segundo o sexto piso del hotel porque no tenía elevador. Este si lo tenía y era odioso, y eso me hacía odiarme a mí mismo.
Al salir a la calle la mujer me esperaba sentada, erguida en la banca, con una sonrisa que sólo he visto en mi hogar latinoamericano, pues es una sonrisa de tierra verde y ríos caudalosos… ¿cómo explicarlo? … hasta hoy nunca lo había pensado.
Creía que cruzar las calles era una aventura peligrosa, sobre todo desde que Kenizé Murad contó que las cruzaban patrullas de alemanes furiosos a pie o en camiones a toda velocidad. Pero en el recuento de la Murad las calles eran de adoquines húmedos y el clima de la ciudad era apesadumbrado a causa de la ocupación. Hoy, era sesenta años después de lo que ella relató y hacía un día que el portero calificaba de radiante y un peugeot que venía calle arriba se detuvo para dejarme pasar. No pude contener mi sorpresa al ver que no me arrollaba y luego se bajara alguien rematarme con su Luger.
Al acercarme la mujer sigue sonriendo y en una jerigonza casi ininteligible me dice que un día como hoy no se debe desperdiciar encerrado en ningún lado. Su voz es jovial, algo ronca pero alegre. Extraño la rasposa voz de Piaf, su tristeza producto de derrotas, sus ojos cansados de dormir en bancos duros de comisarías y su piel cancina de comer poco. Su poca salud, sus cigarrillos y su brandy barato de tugurios bajo el nivel de la calle. Le cuento a la dama que París me ha decepcionado por muchas razones y que por eso estaba encerrado. Me sonríe comprensiva y me palmea la espalda como hacen las madres buenas y cariñosas. Me dice algo que suena amigable a mi oído y que no entiendo y me recomienda que para deprimirme de verdad debo de ir al Pére-Lachaise sin demora.
Le agradezco besándole la mano repetidamente mientras ella divertida extiende el plano de la ciudad que me dio la dependienta del hotel, Helena y me marca con un lapicero la estación de metro más cercana y marca con una equis la estación en la que debo bajar.
Armado con el mapa y con el Alma encantadora de París de Gómez Carrillo tomo rumbo al cementerio a buscar su tumba.
Para mi consuelo el metro de París es lo que más se acerca a lo que busco. Sus pasillos iluminados con luz de neón tenue y vacilante, el suelo sucio, las parejas que caminan en apretados abrazos, un músico senegalés canta algo intercalando un lamento largo en el que explica de donde viene y a donde va. Un borrachín pasa a mi lado tambaleándose y riendo a carcajadas. El corazón se me calma un poco y respiro aliviado, feliz de que algo se parezca al fin a las fotos de Brasai y Cartier-Bresson. Compro mi boleto en una máquina con “touch-screen” que me roba a la vieja malhumorada que tira boletos por una pequeña ventanilla en un cuento de Echenique pero estoy tan excitado por la visita al cementerio que le perdono a la ciudad su camino a la automatización.
El bamboleo del tren me recuerda a los viajes continuos de Louvicennes a París de Anais Nin para ver a Miller. Hojeo el libro que llevo en la mano y voy pensando en las jugarretas burlonas que me ha hecho la ciudad en el viaje. Tan sólo llevo un par de horas en París y estoy al borde del desasosiego. Al fin se detiene el tren y una voz dice la estación. Me bajo y echo de menos el vapor de los trenes que borran las figuras en Metroland, pero recupero al parisino que pasa golpeándolo a uno y no pide disculpas. Las mujeres de rostro serio y engreído están aquí, apuradas, amenazando con enterrar las puntiagudas botas en las espinillas de quien no se apresure.
El viejo del cementerio me extiende un plano. Le pregunto si sabe en donde está enterrado Enrique Gómez Carrillo, el escritor guatemalteco y él sólo entrecierra los ojos, molesto y se encoje de hombros.
Camino por las veredas con el corazón en la mano, deseando al mismo tiempo que la incertidumbre se termine y se prolongue eternamente. Llego al mausoleo de Oscar Wilde, besuqueado por una mujer loca de amor, lo dejo atrás y tras esquivar otros promontorios y lápidas me topo con él.
Los mausoleos más altos lo cobijan en una sombra extraña para un día de primavera de sol radiante arriba. Los árboles, con sus hojas verdes casi translúcidas por la luz atenúan su brillo. Allí está el Carrillo, como tratando de salir de la lápida y seguir con la vida bohemia. Me siento en la lápida y acaricio el mascarón de bronce. La vida ha regresado, aquí, rodeado de ilustres que suspiran por regresar a la gloria terrena se puede estar triste con toda propiedad. Puedo ser nostálgico y romántico de nuevo. Afuera París se habrá podido joder, el fantasma fastidioso que me describió Alain de Botton, que fastidia los viajes me estará esperando a las puertas del camposanto, pero yo, adentro de esos muros invadidos por la hiedra soy el rey, estoy triste, puedo sollozar unos minutos recordando la gloria pasada de mi querido cronista y vivo el sueño de ser un bohemio sufrido que se consuela visitando a los muertos.
Afuera está la ciudad radiante y el teléfono de la vieja puta de la agencia de viajes que me garantizó que París seguía cual Lartigue la dejó, que la neblina era eterna, que la nostalgia se quedaba aún en días de sol. La muy puta, pero hoy, en este instante soy felizmente triste y amo a París por eso.
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